Publicado el 06/11/2017
LAS TRAMPAS DEL LENGUAJE EN LAS REFLEXIONES SOBRE EL AMBIENTE
Carlos Merenson*
Posiblemente, Wittgenstein sea una referencia ineludible a la hora de pensar los usos y significados de las palabras. Fue este filósofo quien sostuvo que: “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje”, que es el contexto el que le da sentido, y que ese sentido depende de las reglas de uso. Estas reglas son las que establecen “aires” o “parecidos de familia” entre las palabras. Me gustaría proponer en estas líneas que, contrariamente a lo que suele pensarse, sustentable y sostenible no son parientes, sino que refieren a ideas y suponen usos diferentes.
En nuestro país, como en otros, suele emplearse sustentable como sinónimo de sostenible. Sin embargo, se trata de términos distintos. El primero – sustentable – es definido por la RAE de la siguiente manera: “que se puede sustentar o defender con razones”. En tanto, el segundo – sostenible – es definido del siguiente modo: “dicho de un proceso: que puede mantenerse por sí mismo, como lo hace, p. ej., un desarrollo económico sin ayuda exterior ni merma de los recursos existentes”.
La diferencia en las definiciones, pero especialmente en sus usos, no es menor. Éstas nos permiten advertir que pueden existir actividades sustentadas con diferentes argumentos – que podemos o no compartir – pero que no pueden ser energética y biofísicamente calificadas como sostenibles. Por ejemplo: el infinito crecimiento económico en un planeta finito, la megaminería a cielo abierto, el modelo energético fosilista, la energía nuclear, la economía circular o el modelo agroalimentario vigente.
Tomemos como caso el modelo agroalimentario, que ocupó un lugar central en el colapso[1] de gran parte de las sociedades humanas que nos precedieron y, actualmente, encuentra en la actividad agroindustrial el eje de los discursos sobre la contribución al crecimiento económico y paradigma del desarrollo científico-técnico. Sin embargo, su impacto ecosocial[2] configura un escenario complejo que nos conduce a preguntarnos sobre la fragilidad de este modelo y sobre su real sostenibilidad. Podrá enunciarse como sustentable, sin embargo no es sostenible.
Consideremos lo siguiente: el modelo agroindustrial petrodependiente entrega menos calorías alimentarias que las que entran en el sistema productivo y resulta inviable sin el aporte energético del petróleo, fuente energética que se encuentra en su cenit; su uniformidad no solamente lo torna altamente vulnerable frente a plagas y enfermedades sino también frente a los cada vez más frecuentes e intensos impactos del cambio climático; sus externalidades van desde diferentes y graves formas de contaminación, deforestación y ruptura de ciclos naturales vitales, hasta la profundización de desigualdades sociales propias de un modelo que agudiza la situación de marginación al enfrentar a las comunidades locales e indígenas a una degradación cada vez mayor de su ambiente natural, redundando en el aumento de la pobreza, el éxodo rural, una mayor vulnerabilidad a las crisis alimentarias, así como el aumento de la frecuencia de los conflictos políticos y sociales por los recursos escasos. La lógica económica inherente al modelo agroindustrial, conduce inevitablemente a un modelo de concentración y a la sobreexplotación del capital natural, con repercusiones a largo plazo para el ambiente, que son absolutamente ignoradas. Los enormes beneficios económicos que genera el modelo raramente quedan en la región que los origina y por tratarse de sistemas de producción altamente mecanizados y automatizados, requieren una fuerza de trabajo pequeña, perdiendo así su legitimación social como fuentes generadoras de empleo.
Muchos de los discursos sobre el ambiente, particularmente los tecnocráticos, parecen estar basados en una paradoja. Por una parte, asumen el desarrollo científico-técnico como la respuesta a los desafíos ambientales y, al mismo tiempo, omiten aquello que el desarrollo científico-técnico ha revelado en saberes como la termodinámica básica, la dinámica de los crecimientos exponenciales en ambientes finitos, el comportamiento de los sistemas complejos, la ecología y la economía ecológica. De reconocer los aportes realizados en estos campos, difícilmente podrían calificarse como sostenibles varias de las actividades que marchan a contramano de las leyes de la sostenibilidad y sus criterios operativos[3].
Con este “nuevo” modelo de desarrollo, el establishment encontró una categoría con la cual enfrentar los debates sobre los desafíos ambientales y sus posibles soluciones, sin alterar los patrones de producción, consumo y crecimiento; sin alterar el estilo de vida imperante.
Las principales corrientes del pensamiento productivista contemporáneo nos han conducido a un escenario de crisis ecosocial global que apela a la sostenibilidad como respuesta cuasi mágica o automática: parecería que basta con agregar el término sostenible en informes, proyectos y periódicos; en programas, iniciativas ciudadanas y organigramas públicos y privados para ajustarse a lo políticamente correcto y, en algunos casos, clausurar cualquier debate posible. Pero y como mencionaba, no todo puede ser sostenible.
Como vemos, el término sostenible puede ser empleado con las mejores intenciones: por ejemplo, para tratar de “hacer bien” actividades o productos que ecosocialmente se están “haciendo mal”. Pero también puede emplearse de forma falaz, pintando de verde lo que no lo es y, posiblemente, nunca llegará a serlo. Gran parte de nuestras posibilidades de transformar la realidad radica en no confundir “aires de familia” que pueden conducir de lo sostenible a lo sustentable; de lo sostenible a lo insostenible.
[1] Joseph Tainter, “The Collapse of Complex Societies “ (Cambridge, U.K.: Cambridge University Press, 1998) y Jared Diamond, Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed (New York: Penguin Group, 2005).
[2] Entiendo dentro de este impacto: la devastación de los suelos, pérdida de biodiversidad, los daños a la salud humana y biosférica, el cambio climático, la reprimarización de la economía, la concentración de la riqueza, el desplazamiento de poblaciones humanas, el agotamiento de los bienes necesarios para el futuro, la ineficacia para dar respuesta al hambre, el fomento a la especulación y la dependencia de los menguantes combustibles fósiles.
[3] Los criterios operativos de la sostenibilidad son: irreversibilidad cero, recolección sostenible, vaciado sostenible, emisiones sostenibles, selección sostenible de tecnologías y precaución.
*Cv abreviado:
Es Ingeniero Forestal. Se desempeña como técnico en la Secretaría de Política Ambiental, Cambio Climático y Desarrollo Sustentable y es Docente Libre para el dictado de la asignatura “Introducción a la Ecología Política” en la Facultad de Agronomía de la UBA. Se ha desempeñado como Técnico en el Departamento de Investigaciones Forestales del ex Instituto Forestal Nacional y Director General de Recursos Forestales en la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación. Fue Gerente Forestal de la Corporación Forestal Neuquina – CORFONE.
Se desempeñó en la Secretaría de Ambiente de la Nación desde su creación en 1992, habiendo ocupado los cargos de: Director de Recursos Forestales Nativos; Director Nacional de Desarrollo Sustentable; Director Nacional de Recursos Naturales y Conservación de la Biodiversidad. Ocupó el cargo de Secretario de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación. Desarrolló labores docentes en: la Facultad de Ingeniería y Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora; la Escuela Superior de Bosques de la Universidad Nacional de La Plata y en la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Argentina de la Empresa.
Contacto: merensoncarlos@yahoo.com.ar