“Mi historia es complicada, pero usted me pregunta y yo le contesto, no tengo ningún problema”, así se presenta Noemí Girbal-Blacha. Se encienden las luces del salón que reservamos especialmente para la ocasión. El periodista echa a correr el grabador, la ciudadana ilustre de Quilmes abre los telones de su escenario personal y la película comienza a rodar. Primero en blanco y negro, después a todo color.
Por más que se autodefina como una quilmeña de raza, Noemí nació en Villa Dominico un 2 de diciembre de 1947. Dio sus primeros pasos cuando Argentina experimentaba las mieles del primer peronismo y el mundo se quebraba en dos bloques que tardarían casi cincuenta años en volver a juntarse. A partir de los 11 años se mudó junto a su familia y nunca más pudo abandonar las tierras que primero pertenecieron a los indios de los valles calchaquíes y luego al empresario alemán Otto Bemberg y sus cervezas.
Estudió en el Colegio Normal de Quilmes y tuvo un profesor que le dejó una huella. Manuel Palacios tenía mucha gracia, hacía gustar la historia, le ponía uñas a todas las clases y hacía participar a los estudiantes. Un auténtico pionero a principios de los 60, cuando las aulas solo trotaban al ritmo de un pulso expositivo, de dictados cuasimagistrales y de una disciplina revestida de acero más brillante que el sol. Cuando conquistó la adolescencia debió decidir: o bien seguía una carrera universitaria en Buenos Aires, o bien tocaba La Plata. Escogió la segunda opción. Se consideraba una “piba de barrio” que prefería los cielos desnudos y conurbanos antes que internarse en la paquetería porteña.
Su madre, Rosalía López, no culminó sus estudios primarios y su padre, Luís Mario Girbal, apenas promedió el secundario en el Colegio Nacional Buenos Aires, ya que debió abandonar. Así, al desafío personal se sumó la mochila de la herencia: “Mi padre consideraba que con ser maestra era suficiente para mí, pero mi madre me impulsó a decidir por mi cuenta qué quería hacer”. Como el viejo sabía escuchar y su mamá tenía grandes destrezas para hacerle creer que él tomaba las decisiones de la casa, la joven Noemí se inscribió en el profesorado de Historia. Sin embargo, estudiar no era para todo el mundo y la familia afrontaba una situación económica difícil. A partir de ahí, no le quedó una opción diferente que sacar los guantes y empezar a boxear: viajó con el abono obrero del tren durante toda la cursada y aprovechó sus excelentes calificaciones para solicitar todo tipo de becas que se le interpusiesen en el camino.
Comenzó su carrera en el ’66 pero el país no estaba para bollos. En julio, de hecho, la institución debió cerrar sus puertas: los militares habían irrumpido con sus –tristemente célebres– bastones largos en la UBA y las facultades platenses, por supuesto, no fueron la excepción y también se enfrentaron al terror y la violencia. Aunque la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación reabrió sus puertas en noviembre, la normalidad –quizás borracha– perdió su eje y todo se desdibujó a partir de aquel entonces: los milicos inundaban el bosque y cortaban el aire de todos los espacios institucionales. No había zona de resguardo. “Salir del sistema democrático es el peor negocio que hemos hecho y los que vivimos esa etapa lo sabemos muy bien. Recuerdo como si fueran hoy los atropellos que junto a mis compañeros tuvimos que experimentar”, suelta con rabia. Ya sea porque en la casa faltaba el mango o bien porque había que dar una mano de cualquier manera, culminó su carrera en tiempo récord: en menos de cuatro años ya era profesora. Más tarde comprobó que todos los techos le quedaban bajos y tan solo dos años después, con apenas 25, se recibió como la doctora más joven que tuvo la Facultad. Ese reconocimiento aun late en su pecho, la vitrina personal y más privada de todas.
En el medio, claro, también tuvo tiempo para el amor: se casó en 1970 pero ello no la desligó de su lucha. En 1975 accedió a una beca del Conicet pero con el advenimiento de la Dictadura todo se vino a pique y también se vieron burlados sus proyectos de ingresar a la Carrera de Investigador Científico. No obstante, con el retorno de la democracia, Noemí retomó sus trabajos de investigación y comenzó de nuevo, sin excusas, estoica, desde cero, como siempre: “nunca apelé las decisiones, me defino como una mujer fuerte y cuando recibo los golpes me levanto y le doy para adelante”, describe y su discurso la vuelve a endurecer y a poner en guardia como los mejores pugilistas.
Asume un enorme respeto por la meritocracia porque asegura que es una manera de identificarse y ascender en la profesión. Y, claro, fue tanto el esfuerzo de sus pantorrillas y la fortaleza de sus muslos durante más de cuatro décadas que nunca frenó la inercia del movimiento hasta colocar su banderita en la cumbre. “Si con la estatura, los kilos y los años que tengo voy a la agencia de Pancho Dotto y le solicito ser modelo, el señor se me ríe en la cara. Luego, si es bueno me ofrece un café y me invita a retirarme a mi casa”, suelta con gracia. Y luego, con dos segundos de diferencia, todo vuelve a la normalidad y completa con gravedad: “para cualquier profesión hay requisitos y condiciones que hay que cumplir, y para la nuestra, la científica, también las hay: pasan por la excelencia académica”. Noemí cuenta, mientras se dibuja una mueca de sonrisa en su boca, que el mejor regalo lo recibió el año pasado cuando en uno de sus cursos se llevó una grata sorpresa. Varios de sus alumnos le dijeron que “no solo habían aprendido los contenidos curriculares sino que también les había enseñado muchos valores de la vida”. Se emociona y hace silencio.
Esta mujer ha escalado todos los escalafones del Conicet hasta llegar al nivel Superior (1999), fue directora del organismo (2001-2008) y la primera vicepresidenta de asuntos científicos del Directorio. Trabajadora compulsiva, toma una foto de esa época, la revela en su mente y comenta: “me sentaba en mi escritorio entre 12 y 14 horas diarias porque asumía que conocer el paño era la única manera que había de gestionar”. El dolor de huesos se aferraba a su espalda pero a la vez ensanchaba su tórax: en el idioma de Girbal, la trayectoria es un lenguaje que se ejercita un poco todos los días.
A pesar de tener la posibilidad de renovar su mandato, en 2010 decidió correrse a un lado porque “uno no debe ser prisionero de las sillas que ocupa. La gestión y ocupar lugares de poder me enseñaron algo muy básico: que los amigos son los que se quedan en las buenas y en las malas”, recita casi de memoria. Fue coordinadora de la Comisión de Ciencia y Técnica de la Cámara de Diputados de la Nación y la primera mujer –sí, otra vez– que recibió el prestigioso Premio “Bernardo Houssay” (2011) –entregado por el Poder Ejecutivo Nacional–. Se jubiló en septiembre de 2018 pero continuó con la cursada de su materia “Problemas de historia argentina contemporánea” hasta diciembre.
¿El último cinturón? Fue reconocida como Profesora Emérita de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ), su casa, institución donde creó el Centro de Estudios de la Argentina Rural (CEAR) y se convirtió en una verdadera referente en el campo de las economías regionales, la agroindustria y la tecnología agraria. Desde todos los espacios que protagonizó siempre luchó por el reconocimiento de las ciencias sociales, por justificar su utilidad y por tejer los vínculos de la academia con la política como medio para resolver lo más importante de todo: las necesidades de la sociedad.
Casi que hasta dejó la piel en su trabajo, simbólica y físicamente: “jamás pedí licencia, incluso fui con un drenaje a dar clases”, apunta. En la actualidad, asume que su frontalidad siempre tuvo un costo y que tantos combates la hicieron ver como una persona dura de domar. Fue la primera en todo, porque sus niveles de responsabilidad y exigencia así se lo exigieron desde siempre.